viernes, 16 de marzo de 2012

Y entonces... apareció

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Y entonces apareció
C.R. Actualizado 15/03/2012 21:26
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Había una razón más para ir a la Capilla del Cachorro, con eso de ser ahora basílica. Pero al final de la tarde resultó que la noticia era otra distinta.

Qué curioso es el tablón de anuncios de la Hermandad del Cachorro: que si caramelos con el escudo a 12 euros el kilo, para que los lleven los nazarenos el Viernes Santo en el refajo; que si una tintorería que te limpia la túnica y el antifaz por 18 euros y encima te los manda a tu casa... Había un bonito ajetreo esta semana en la recién nombrada basílica, que luce ya ese título en su fachada (razón probable por la que en la capilla, nada más entrar, había un señor pasándole la pulidora a su magnificencia, que ese es el espíritu pontificio que pega en una basílica: una basílica tiene que sonar a eco helado de mármol, o qué si no). Pero siendo tan curioso y tan llamativo todo eso, allí solo había ojos de verdad para la gran singularidad del lugar, mitad imagen, mitad acontecimiento. A beso pelado, uno detrás de otro y tirados con la mano, se despedía por fin de él una señora mayor que había estado no menos de media hora sentada allí delante, sola e inmóvil, invisible casi. La tarde no había hecho más que empezar y ya estaban los vellos de punta.

Primero vino un muchacho con aire de peón, el cansancio en el pellejo y una bolsa blanca de plástico hecha un gurruño entre sus manos, humildemente entrelazadas a su espalda como los escolares de antes cuando los sacaban a la pizarra. Le rezó desde un ladito: su forma de acercarse, tan modestamente, decía que la mera posibilidad de plantarse delante mismo del Cachorro sería una osadía impensable. Luego apareció otra señora con otro cansancio, que caminaba apoyada en el carrito donde llevaba a un nieto y, de la mano, a otra chiquilla algo mayor. "Vente, vamos a rezarle un padrenuestro", dijo, sentándose al fin en el tercer banco de la derecha, justo detrás de la única persona que había allí en ese momento. La niña lo repitió todo. "¿Y por qué se murió?", preguntó luego. "Por nosotros, para perdonarnos. ¡Mira, Juan Carlos, el Señor, el Señor! ¿Vamos a comprar unos donuts? Pos venga." Y allá que se marcharon, con su tintineo chamarilero de abuela con niños, apoyada en el carro la bondadosa señora para poder resoplar por el camino.

Salta el carillón y le toma la vez una jovencita. Ha llegado con una bolsa de Benavente en la que no hay zapatos, y tal como la suelta en el primer banco sigue hacia adelante, como quien llega a la playa, tira la tumbona y se va a meter los pies en el agua. Cuando al instante asomaron otras dos chicas con unas carpetillas traslúcidas, como de vender pisos, y luego una pareja, y por fin un mozalbete con deportivas chirriantes que se postró ante la Virgen del Patronicio, rezó y se marchó, todo lo que había que decir sobre la nueva basílica parecía quedar dicho ya. Pero entonces, al salir, sucedió algo inesperado: una ventolera espontánea de apenas dos segundos levantó allí mismo un olor maravilloso como hacía meses que no se sentía. Después de toda una semana buscándolo por toda Sevilla en vano, allí estaba, abierto, en flores preciosas y grandes. Y estaba solo en los dos naranjos que escoltan la entrada de la iglesia: en ninguno más de aquel trozo de calle. A lo mejor fue porque, antes de salir, alguien prendió dos velas: una, para que Dios cuide a los familiares que se fueron; la otra, para que estos cuiden a Dios, a ver si se animan entre ellos. Y fíjese qué agradecidos.



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